viernes, 26 de octubre de 2007

Pensamiento institucional-rentable vs. espontaneidad del acto puro de rebelión

A Rodolfo Kusch


Muchas veces pensamos en hacer algo. Algo; indefinido. Tenemos la voluntad de comenzar a destinar una parte de nuestro tiempo y de nuestras fuerzas en contribuir a llevar acabo proyectos que están vigentes, o en crearlos. Son muchas también las veces en las que sentimos que podríamos estar haciendo algo para cambiar el entramado social en el que nos movemos, y, con suerte, mejorarlo.
Pero la desesperanza no tarda en aparecer. Las posibilidades de que algún tipo de proyecto social nos convenza de una son escasas, si no nulas.

¿Cómo, pues, analizar este fenómeno?: el grupo humano que tiene las posibilidades materiales para emprender un cambio parecería que prefiere la "constante posibilidad de elección" ante el verdadero "ponerse a hacer". Y para peor, existe toda una serie de ritos para expiar las culpas que este no-hacer produce, y mantener la inactividad de la gente, que cada vez se reconoce menos a sí misma como protagonista de la historia.

Y esto dispara irremediablemente otra pregunta: ¿por qué esa tibieza? ¿Qué es lo que nos han venido enseñando que nuestra vida debe ser que tan pronto como empezamos a abrirnos al mundo (que nos reclama una presencia activa) nos detenemos?

Estamos demasiado embarcados en un ideal de la vida que se mide dentro de parámetros muy ambiguamente definidos. Vivir es, hoy, llevar acabo una epopeya del ego. Es la suma de todas las partes que pretenden enfrentar un mundo que se presenta como ajeno a él, tratando de conseguir de esta manera esas cosas, esos intereses, que tan bien han puesto en nosotros.

Y no es para menos. ¿Qué nos representa el mundo para nosotros, personas educadas en los valores institucionales y europeistas? Existe algo que se llama exterior, lleno de respuestas rápidas y científicas, sobre las que hay que hacer una gran labor crítica como para encausarlas y darle algún tipo de significado a través de los hechos sociales, y existe un interior en el que se refugia nuestro genuino yo, nuestro ego. Todas las intervenciones en las que nuestro ego se escapa y proyecta en el exterior tienen nombres y son identificables, so gracias del psicoanalisismo. Y escatimamos mucho el valor real de estos gestos, que son los que nos colocan en el mundo y le dan algún tipo de sentido colectivo a nuestras vidas.

Es que accedimos a que colocaran en nosotros límites muy precisos y calculados a nuestra actividad pensante. Límites propios de europeos, donde la naturaleza no se impone con tanta fuerza en los hechos, donde años y años de tradición iluminista sí proporcionan (se supone) respuestas satisfactorias a los diversos inconvenientes que la realidad presenta. Límites insticionales. Uno es ciudadano, luego pertenece al Estado, y luego se conoce a sí mismo dentro del caos; sabe qué es lo que se tiene que hacer, que es lo que no y hasta se permite disquisiciones casi obcenas respecto del bien y del mal. Pensar enmarcado en las instituciones es pensar en que hay que otorgarle calma, estaticismo, al caos que nos rodea. Peor aún: que las cosas se han corrido de su eje y que es la fuerza colectiva, necesariamente inscripta en la forma de entender los grupos humanos a la europea (representantes, representados; dirigentes, dirigidos) los que son culpables de su destino. Y cuidado: cuando digo instituciones no quiero decir algo que se agota en la noción de Estado; hoy por hoy manejamos casi todos los conceptos importantes para nosotros desde una óptica institucional: la Educación, el Arte, la Moralidad, la Política, la Economía, son discursos que se discuten en ciertos ámbitos y a los que luego adherimos o nos condenamos a nuestra marginalidad; conceptos que nos han arrebatado y que tenemos que pensar como otros lo han hecho. En todo caso, es más de lo mismo. Le quitan a las personas las posibilidades de construir haciendo colectivamente y la reemplazan por manuales de expertos que, creemos, han analizado todas las variables como para otorgarnos elementos para enfrentar lo desconocido.

Pero lo desconocido, lo caótico, es casi el sello propio de nuestra América mestiza. Aquí existen descendientes de aquellos primeros pueblos, previos a la Conquista, en los que no se manejaba, por ejemplo, la noción de propiedad. Y esto, aunque a Rousseau le pese, no devino en perdición para la especie, sino en siglos de tradición cultural genuina.

Entonces, volvamos a nosotros. Estamos aquí, en la ciudad, en este escenario inventado que pretende reflejar todo lo que el mundo es, como una síntesis, pero que no puede, no le alcanza. Un escenario que nos crea la ilusión de que viviendo en ella estamos completos. Y sólo hace falta tomar un tren, no tratando de llegar a ver la próxima ciudad a la que vamos sino lo que está en el medio, para darnos cuenta de lo equivocados que estamos.

¿Por qué tenemos tanto miedo de que la realidad nos arrebate algo de lo que somos, si nosotros formamos parte de ese todo? ¿Por qué escatimamos tanto nuestra entrega de fuerza, tiempo y dinero a jugarnos por un cambio que creemos verdadero? ¿Sólo para mantener la epopeya personal, y así acumular méritos que vaya a saber uno quién va a reconocer? ¿Sólo para mantener esos valores impostados y ajenos, que tanto nos abaten? ¿De qué nos sirve la casa, el auto, el instrumento, la familia, la biblioteca y las vacaciones, si sólo vamos a retroalimentar el mundo de odio en el que vivimos?

Como buenos materialistas que somos, nos cuesta muchísimo más dejar ir que tomar; en todo sentido.

jueves, 18 de octubre de 2007

La hora de los hornos: un debate.

La hora de los hornos no es una película para ver solo. Hoy, un 17 de octubre, Página12 la distribuyó con el diario a un precio que en principio podría espantar ($20), pero pensándolo mejor es justo; la película pide ser comprada entre varias personas, ser vista por varias personas y prestarla. No es de ninguna manera un material que pretenda cerrarse sobre sí mismo. Es el tipo de mensajes a los que nos han desacostumbrado. Y no por azar, sino más bien intensionadamente.

¿Por qué estamos tan acostumbrados a los espectáculos exclusivamente íntimos? ¿Por qué rehusamos abrir nuestro acto de percepción a las imperfecciones edificantes de un diálogo entre pares? En medio de una manera de llegar al arte, tan teñida de tener, poseer, acumular y clasificar, La hora... se nos escapa de las manos. Es probablemente el mejor documental de cultura antiimperialista argentino; o el mejor documental argentino; o la mejor película. Y todavía es más. Y es más en virtud de algo que definitivamente nos cuesta apreciar cada vez más: el espacio a la reflexión que se introduce entre cada "dosis" de verdad.

La pregunta actual y fundamental en todo esto es: ¿a quién le sirve que estemos acostumbrados a ver arte así? Nos perdemos en discusiones interminables en relación a la calidad material del soporte (videocassette, DVD, CD, VCD, mp3) y a la calidad de los reproductores (televisión digital, plana, plasma, proyector, parlantes, home theater). Compramos lo que podemos; ya nadie se cree que en internet está todo. O quizás esté, pero ubicado de determinada manera que nos resulta un trabajo de días y días de dejar la pc prendida para que baje. ¿Y la reflexión sobre el arte? ¿Cuándo llega? Es claro que uno sucumbe. Y es lógico. Cuándo empezabamos a tener tiempo, aparece algo para distraernos. Y es entonces cuando vamos perdiendo el criterio.

Reformulemos la cuestión. ¿Quién gana en todo esto? El camino que me separa de los contenidos que busco está forrado de dinero: con sólo pensar en cuántos objetos diversos (muchas veces incompatibles entre sí) necesito para poder acceder a ellos la cuestión se resuelve sola. ¿Cuándo hicimos o permitimos que hicieran del arte un producto más? ¿Cuánto más vamos a poder tolerar que el lugar del arte se acerque cada vez más al de la publicidad? Vemos una propaganda y decimos "qué linda es, qué buena que está". Hasta lo convertimos en tema de discusión: "¿viste la propaganda de tal cosa?"

Pero los hechos son otros. Y para peor, no nos enseñaron a pensarlos de una manera que nos sirva para encontrarnos adentro de ellos. Imponemos un conceptualismo tan equivocado frente a la realidad que terminamos por sentimos mal. Es ahí cuando ya echamos mano de nuestras idealizaciones como refugio. Y es ahí, también, cuando nos condenamos a ser pasivos. Pasivos e inofensivos miembros de una sociedad que defiende como propios los ideales impuestos por un imperio transversalista. Defendemos la Democracia, la Honradez, el Voto, la Dignidad, la Seguridad, la Educación... y la lista sigue. No los cuestionamos en la medida en que necesitamos creer en ellos como sostén de nuestro ser en sociedad. Y esto es precario.

Pensandolo mejor: ¿realmente nos sirve seguir defendiendo valores y pensamientos europeos en un continente que demuestra inevitable mestizaje? ¿O estaremos postergando lo impostergable, tratando de no morir vanamente y tener así una muerte digna, contemplada en el esquema burocrático de misa-velatorio-sepelio-cementerio-flores? Todavía no disponemos, como hijos de este continente, la inteligencia suficiente para enfrentarnos a nuestros actos puros, a nuestra realidad. Y el discurso del imperio es tratar de nunca desarrollar esa inteligencia. Y todos lo acatan. Es entonces el momento de la transgresión, de la ruptura y de la conciencia que trata de pensar en ese contexto.

La hora de los hornos es una película acerca de todo esto. Pero es más. Es siempre un poco más. No se agota, porque nosotros somos quienes le imponemos un cierre. Y no pasivamente, con sólo mirarla. Activamente, apropiandonos de los deliberados momentos que la película deja a nuestra capacidad crítica. Y es, fundamentalmente, una película para ver de a muchos, un acto colectivo de reflexión para la acción. Y aún es más.

Click aquí para ver online algunas partes de la película.

domingo, 14 de octubre de 2007

Mear fuera del tarro

Hay que darle entropía a las cosas. Hay que permitir dejar entrar en nuestros esquemas la posibilidad de la corrupción de nuestro conocimiento. No sólo que este sea inexacto, sino ya corrupto. La posibilidad de que resulte completamente lógico aquello que luego, en un análisis posterior se revela como i-lógico; y así, sucesivamente y al infinito. Conocemos así, desechamos respuestas en un camino de inquietudes evidentes que no sabemos por qué queremos seguir. Y todo esto, cómo olvidarlo, en el lapso de una vida. De una vida humana y corpórea. Aunque por un momento sintamos que todo esto puede quedar sólo en una dicotomía conceptual, el mundo se nos impone de una manera abrumadora. Conocemos; armamos lenguajes; los mejoramos; los ajustamos a nuevos caracteres; queremos que nada se nos escape a una regla o a una excepción perfectamente identificada. Aún así, no respondemos nada y dejamos que la cuestión permanezca encerrada en sí misma. Hay un mundo que se me impone y yo me mantengo fiel a una estúpida tradición de pensamiento según la cual uno debe imponer el Imperio Humano al Imperio de la Naturaleza, en lugar de tratar de reconocernos a nosotros mismos como tímidos habitantes del Imperio de la Naturaleza. Nuestra vida es finita y no podemos tratar de seguir construyendo ideales transversales que se presenten como infalibles. No hay conocimiento, puesto que estamos inmersos en el devenir, en la mezcla cambiante entre la pura Nada y el Ser, en la que se da la casualidad de que representamos una parte pensante de ese todo. O, en todo caso, no hay más conocimiento más allá de eso. Siempre se puede, nunca será.

Aparentemente, el hombre en estos tres últimos siglos ha estado transfiriendo la cuestión, pero jamás se intentó resolverla. La angustia que provocó y nos sigue provocando saber que construimos conceptos de manera arbitraria y jamás necesaria se volcó a lo material. Empezamos a creer en las cosas; no ya como símbolos, sino como cosas idealizadas. Y de esto es herencia nuestro burdo materialismo. Un materialismo fuertísimo, del que gran parte crea el consumismo que sostiene nuestras instituciones, pero otro que dejamos que persista, aún en nuestra intimidad. Compramos un objeto nuevo y esto nos despierta cierto afecto hacia él, lo volvemos especial. Al cabo de un tiempo, este queda inutilizado u obsoleto, y otro tras otro irá ocupando ese lugar especial. No puede ser que mantengamos un ideal de vida en el que nuestra máxima meta es llenarnos de determinadas cosas. Visto así, es como si fuese imposible creer que nada se está haciendo para revertir esta situación. No obstante, presa de nuestra idolatría por los objetos creamos una sociedad que se basa en ellos, en la que permitimos que sean ellos los que nos den órdenes. Un maniquí dice cómo te debes ver. Un traje, cómo te tienes que afeitar. Unas zapatillas, cómo hay que caminar. Un desodorante, cómo debemos oler. Y así. Una parte de la sociedad estudia cómo crear objetos, otra parte estudia cómo venderlos, y el resto renueva constantemente su sed por objetos nuevos. Y luego pasamos nuevamente al plano conceptual. Creemos que las ideas son cosas que están en nuestra mente. Y así ajustamos más y más nuestra subjetividad a los objetos que nos rodean. Sucesivamente, a lo largo de la Historia.

Dónde pues, quedamos nosotros? Cómo es que ya no estamos tan automatizados como para no sufrir esto? Es una estafa. Comprar no significó nada. Tener, tampoco. Acumular, menos. En las cosas no había nada más que cosas. Aprender a vivir dignamente una vida es aprender a no dejar que las cosas sean las que imponen. Es transmitir humanidad como ejemplo. En ser quien se cree que es, algo que por definición se encuentra más allá de las cosas. Ahí es donde queda nuestra libertad. En un lugar de mierda para esta vidita que llevamos, tan llena de cositas. Pero ahí está. Y de ahí no la podemos sacar. Permanece. Y uno no puede ir bien vestido al juicio que se da en la intimidad conciente, producto de la consideración de nuestro ser, contingente, el Ser y la posibilidad eterna e inmensa de ser Nada; se va desnudo.

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